LA CENA DE PASCUA DE LAS HERMANAS GREEN

 



Eva Verde se mira en el pequeño espejo del tocador y cree distinguir un tono más oscuro en su pupila, mientras con el pintalabios bordea el perfil superior de su boca, posando suavemente la punta redondeada y trazando una fina línea. Calcula que en unos treinta minutos llamarán a la puerta o eso, al menos, es lo que le han dicho, aunque sabe que no puede fiarse. Cuando suene el timbre, Eva irá a abrir y se topará con el rostro de su hermana, que ya en poco se parecerá a la que se fue hace cinco años. Posiblemente, se reirá de forma ostensible al verla. Se abrazará a ella y puede que derrame alguna lágrima, puede que no contenga la emoción. Su madre, al instante, también llorará, por verlas a las dos juntas, de nuevo, después de tanto tiempo. Las hará entrar y tomarán una copa de vino en la encimera de la cocina, mientras su madre comenta que, en la niñez, todas las noches tomaban un vaso de leche antes de dormir. Su hermana dirá que, en los Estados Unidos, nadie toma leche por la noche, que es una mala costumbre y que nunca le gustó. A Eva eso no la hará sentir ni bien ni mal, no le afectará, ya no le afecta la nostalgia. Mientras fantasea con el futuro inmediato, se arrepiente del tono de su color de labios. Quiere un rojo, pero no tan brillante. Coge una toallita y se frota con vehemencia, no se siente bien resaltando demasiado la parte inferior de su cara. Le gustan más sus ojos, pero el tono ha cambiado, está segura, nunca fue tan oscuro. Ha comprado unas lentillas nuevas que se coloca con cuidado, aprisionándola con el índice y el pulgar. Pestañea fuerte un par de veces y nota que no se adapta a la curva del ojo. Se frota un poco, pero no parece encajar del todo. «Ya lo hará», piensa. Se observa unos segundos; en el espejo, como muchas veces en el último año, cree reconocer un rostro que no es el suyo.

    Hace cinco años que su hermana, Julia, se fue a vivir a Los Ángeles. Era una separación anunciada, siempre quiso irse a buscar sus raíces. Eva no ha llegado a sentir la necesidad de buscar en los lugares en los que nunca estuvo, no ha visto en ello ningún objetivo. Su abuela materna, estadounidense, murió una decena de años antes de que ella naciera y nunca ha pisado suelo americano. ¿Qué se le había perdido a Julia en Los Ángeles? ¿Qué se supone que iba a encontrar allí? Pero hoy vuelve, seguramente harta de estar sola, y Eva se ha comprometido a preparar una cena de Pascua en primavera en plena meseta castellana, intentando contentar a su hermana que vuelve como la hija pródiga, y a su madre que, en vez de pronunciar su apellido en castellano, Verde, las llama “las hermanas Green”, nostálgica de no sabe bien qué. Eva no se siente cómoda con la traducción al inglés; su hermana, al contrario, siempre mostró su orgullo por cualquier aporte exótico que pudiera poseer su familia. 

    Con solo un ojo maquillado, Eva Verde se acerca al horno a vigilar el trozo de carne. Su hermana se había empeñado en cenar Easter Ham, y eso hace Eva, sumisa a cualquier petición. Sigue pensando en su apellido, no muy usual. Era el apellido de su padre. Se llamaba Enrique Verde. Verde, no Green. Eva no quiere cambiar su apellido no solo porque le parezca una horterada absurda, sino porque siente que de alguna forma lo traiciona. A su hermana parece darle igual, no estuvo cuando enfermó, ni cuando sufrió esos tratamientos tan terribles. Eva, cada vez que recuerda esos días, cree que podría haber venido si lo hubiera intentado. Es cierto que solo fueron un par de semanas y después murió, pero tendría que haber venido, al funeral al menos. No tenía trabajo, no tenía familia. Solo un océano la separaba del funeral de su padre, de los vivos que habían quedado velándolo. Pero ella no ha entendido nunca las motivaciones de su hermana. Eva nunca ha sido una Green.

    Justo antes de volver al tocador, suena el timbre de la puerta. «Más de veinte minutos antes», piensa. Se mira en el espejo de la entrada, parece una obra inacabada, un ojo más grande que otro, los labios sin pintar. Además, le sigue molestando la lentilla y cuanto más se frota, más seca está. Abre la puerta y escucha unos grititos agudos, dos voces casi idénticas que se confunden creando un dueto estridente. Eva imita el sonido pero, al momento, cambia el gesto. Julia se ha abalanzado sobre ella y la ha cogido del cuello con fuerza, pero ello no impide que Eva observe que ambas, madre y hermana, van vestidas con un chándal rosa, exactamente iguales. Intenta disimular el asombro y abraza a su hermana, que no para de dar pequeños saltos que provocan un movimiento molesto en la barbilla de Eva. De reojo, en el vaivén, consigue vislumbrar que su madre está grabando en video el momento y, al apartarse un poco, ve las lágrimas de su hermana que no se contiene. Eva no está emocionada, se siente aturdida. Lleva una falda negra corta con encaje y una blusa con lentejuelas. Ella va a una fiesta y su familia parece que va al gimnasio. Aunque sabe que siempre puede ser sorprendida por ellas, nunca se prepara lo suficiente. Le da dos besos a la madre y empuja a ambas para que pasen.

    —¡Qué bonito tu piso! —dice la hermana, que da vueltas sobre sí misma—. ¿Y este? Este niño no puede ser Carlos, ¿verdad? —pregunta, mientras se acerca al pequeño y lo coge en brazos, achuchándolo —. Tenías solo un par de meses la última que vez que te vi.

    De forma súbita, vuelve a soltar al niño, se dirige a la bolsa que había lanzado al suelo al entrar y comienza a sacar banderolas, guirnaldas y pequeñas flores artificiales que dispersa sobre la mesa de comedor. Eva observa como su esmerada composición, su magnífico bodegón que había tardado un par de horas en formar se torna, poco a poco, en una especie de conglomerado de color sin respeto alguno por el gusto estético. Su madre, sin dejar de reír de forma estruendosa, se pierde por el pasillo en dirección a la habitación del bebé.

    —¿Tomamos una copa de vino? —pregunta Eva, acercándose al frigorífico.

    —Tranquila, no hay prisa —contesta la hermana.

    —Pensé que querrías cenar ya, estarás muerta de hambre.

    —Hoy no hay hambre. Las hermanas Green tenemos mucho que celebrar hoy.

    Eva se sirve una copa de vino hasta el borde, intentado evitar la náusea que le provoca escuchar esa expresión. Le da un buen trago y echa un vistazo al horno. Se da cuenta de que no tiene ni idea de cuál es el punto del jamón; jamás ha hecho uno. Pero su hermana lo propuso y ella aceptó, así que cenarían celebrando el día de Pascua con la comida típica estadounidense. No siente hambre, es temprano para cenar, pero su hermana había insistido, está acostumbrada, no puede aguantar hasta más tarde, se pone arisca, o eso le había dicho esta mañana cuando la llamó al llegar a la ciudad. «Tendrías que haber venido a recogerme», había añadido, aunque ya supiera que Eva trabaja por las mañanas y le resultaba imposible hacerlo, y además su madre no tenía ningún problema ni falta de tiempo y podían disfrutar de ese tiempo a solas.

    Eva, sin soltar la copa, vuelve al tocador para arreglar su maquillaje. Después de sacar todos los pintalabios de la bolsa, elige de nuevo el primero que usó. De repente, ya no le parece tan rojo, tan cargante. Se coloca los zapatos de tacón, se ajusta el talón, se pone en pie y se da un par de toques en la falda, alisándola con la palma de las manos, empujando hacia abajo. Intenta mirar el lado bueno; al menos este día, será la reina de la fiesta. Mira el reloj y solo faltan cinco minutos para las siete de la tarde. 

    Bebe un sorbo grande de vino, deja la copa vacía en el tocador y se dirige al despacho. Busca a Alberto, su marido, que aún no ha salido a saludar. Abre la puerta y le dice que ya han llegado, él se pone en pie sin mediar palabra y se coloca la chaqueta. Eva cree que debería dejarla donde estaba, o ponerse una sudadera o unas mallas, pero no dice nada, y ambos caminan por el pasillo hacia el salón. Le dice a la madre, al pasar por la habitación del bebé, que si está despierto lo coja con cuidado, que lo ponga en la trona para que no se haga tarde para cenar. La lentilla del ojo no deja de molestar y se frota con entusiasmo. Suspira y cambia el gesto, sonriendo. «Vamos a pasarlo bien», piensa. 

    Se acerca al horno y el jamón está dorado, oscuro en los laterales, parecido a las fotos que había visto en la receta. Lo saca y lo coloca en la encimera, esperando que la bandeja se atempere. Mientras, saca un plato redondo y grande, coloca algunas uvas y grosellas como adorno, una par de hojas de brotes tiernos y se sirve otra copa de vino. Bebe un par de veces y, con unas pinzas, coloca el jamón en el plato, limpia los bordes con una servilleta de papel y lo observa con detenimiento. «Está perfecto», piensa. Lo lleva a la mesa, mientras su hijo mayor, ataviado con una chaqueta y una corbata habla con Julia.

    —¡Esto me agobia! —exclama tirándose del cuello de la camisa.

    —¡Estás guapísimo! —replica Julia, que se agacha a atusarle el flequillo.

    Termina la copa de vino que coloca cuidadosamente, vacía, en el fregadero. Mira el reloj y ya son las siete y media. Su madre aparece con el bebé, vestido con una especie de mono que simula un frac, lo sienta en la trona y ocupa el sitio junto a él.

    —Gracias —le dice Eva, apoyada en el quicio de la puerta.

    Julia parece haber terminado de estropear la decoración y se sienta junto a la madre, colocándole una diadema con orejas de conejo. Les da una diadema a cada uno y ahora todos van disfrazados de conejo, aunque Eva intenta no borrar la sonrisa pero supone que debe verse ridícula, esas orejas tan enormes junto a su boca roja, su blusa de lentejuelas y su falda plisada. Al menos, ellas van conjuntadas de rosa. La lentilla sigue incordiando, pero no se decide a cambiarla por las gafas, se ha vestido para una cena de gala, y a pesar de la indumentaria de su familia se propone seguir así. Alberto enciende la tele y Eva le dice que la apague, que van a cenar y a hablar como una familia normal.

    —¡Una familia de conejos normal! —dice el niño.

    Sirve vino, esta vez sin preguntar. Eva comienza a notar el efecto del alcohol cuando se estira para llenar una copa al otro lado de la mesa, derramando algo de líquido que se desparrama por el mantel, las servilletas de colores y las uvas artificiales. Cuando se acerca a buscar un paño, escucha el timbre de la puerta. Eva se extraña. Suena un matasuegras al otro lado.

    —Ese debe ser Antonio —expresa la madre.

    La sonrisa que ha estado forzando Eva se borra de un plumazo. «Antonio», reflexiona. Antonio, ese novio nuevo de su madre, ese sustituto impresentable. 

    —¿Antonio viene a cenar? —pregunta Eva, con un tono que deja ver su molestia.

    —A última hora me ha dicho que viene —responde la madre.

    Habían hablado en los dos días anteriores sobre esa posibilidad. Eva había tenido que tragar con una fiesta que no sentía, con tener que prepararlo todo sin ayuda, con seguir adelante con su vida normal, con la incomprensión de su marido, la necesidad de atención del bebé, las rabietas de su hijo, pero lo único que había pedido, la única objeción que había efectuado era que fuese una fiesta familiar, que Antonio no era nadie para venir a celebrar la vuelta de Julia, que no debía venir. Su madre le había prometido que así lo haría pero, como de costumbre, no le había hecho caso.

    Eva abre la puerta y se encuentra a ese hombre rechoncho, calvo y sonriente que ha tenido que soportar ya un par de veces. Viste con una horrible camisa de flores y unos zapatos de cordones.

    —¿Es aquí la fiesta? —pregunta, con tono jocoso, y vuelve a soplar el horrendo pito.

    Sin responder, Eva se da la vuelta y se dirige al salón. «Ha llegado el payaso», piensa. 

    —Ha llegado Antonio —dice.

    Julia le da un abrazo enorme, la madre sonríe, Alberto enciende la televisión de nuevo. Eva siente una punzada en la boca del estómago, pero lo que le molesta de verdad es la lentilla. Se frota el ojo compulsivamente, sin control.

    —Se te ha corrido el rímel —dice la madre, observándola.

    Eva sale a la terraza con el paquete de tabaco. Necesita huir de la realidad de tener una familia en la que no encaja, en la que todo es un ridículo continuo. Se esconde de ellos, en el rincón más lejano. El alcohol no la ha apaciguado, al contrario, se nota más beligerante. Observa de reojo. Su hermana sigue sentada, pero sabe lo que hará. Se levantará y le dará un beso a la madre, le dirá algo cursi, ambas reirán. Saldrá a la terraza donde está ella, le pedirá un cigarro, pondrá alguna excusa, que no le queda tabaco o que se le ha olvidado traerlo. Hablará de su vida en Los Ángeles, de su perro, de la gente de allí, del calor, de la nada. Eva sentirá que la odia, que la ha dejado sola con la muerte de su padre, que se largó después de discutir, que no la entiende. Le dirá algo que la molestará y ella no podrá refrenarse, tendrá ganas de decirle lo que piensa, que es una mimada, que es una estúpida. 

    Julia abre la terraza y encuentra a Eva dando una última calada. Lleva en la mano su propio paquete de tabaco, le ofrece un cigarrillo. Eva, algo sorprendida, lo acepta y le pregunta:

    —¿Por qué has vuelto?

    —No pude venir —dice Julia. Eva guarda silencio—. Cuando pasó. No podía venir —Las dos mujeres están frente a frente—. No hay día que pase sin pensar en él. Ojalá pudiera volver atrás y pasar algunos días, un rato, unos minutos más en su compañía. —Julia no hace amago por dejar de llorar. Eva se limita a guardar silencio—. He vuelto porque mi vida está vacía, porque no he encontrado nada allí, pero no se lo digas a mamá, ella no lo soportaría. 

    Eva no mueve un músculo y mira a Julia sin pestañear. Allí, con un chándal rosa, con unas orejas rosas, la reconoce. Hace demasiado que no la ve, que no la intuye. La niña de las coletas, la pequeña niña llorona que abraza fuerte. Da una calada larga al cigarro. El vino corre por las venas y las hace húmedas, deslizantes.

    —Vamos a entrar. Tenemos que celebrar la Pascua. Y quédate a dormir hoy, vamos a dormir juntas, tenemos que contarnos —dice al fin Eva.

    Julia sigue derramando lágrimas. Eva le frota suavemente los ojos, se las seca con sus dedos, le acaricia los párpados cerrados. 

    —Vale —dice Julia—. Pero, antes de dormir, prométeme que tomaremos un vaso de leche.


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