AVE MARÍAS
Nadie piensa nunca que pueda ir a
encontrarse con un muerto entre los brazos, porque uno no se plantea antes de
tiempo que lo malo de los muertos, o lo peor de los muertos, es que pueden
levantarse y desandar el camino que los llevó hasta la tumba, enredarse en los
vivos y tejerlos hasta que, hechos un ovillo, uno no sepa si en realidad quería
que volviera a este mundo conocido o que se hubiera quedado en su lugar, en la
tierra que los acoge con brazos de mármol para una eternidad insulsa. Porque te
has muerto, sí, pero el Javier que yo conozco, el que habita en mi mesilla, en
la estantería, en el escritorio, sale indemne de este fallecimiento; el que se
empeña en revolotear por lo que escribo y me hace dudar si ya no hablo con voz
propia, o si la que imagino que es suya es en realidad la mía y sólo es
recogida por los guantes del diálogo interno, arrullando palabras mezcladas.
Sí, te has muerto y te has ido, o te recoges, o te quedas por siempre en el
pórtico del limbo de los que te seguimos leyendo, como si nada hubiese pasado y
siguieras tranquilo y solitario, preso en las entrelíneas, fumando en la
fotografía de la contraportada. Porque, a la postre –a la hora postre, a la
última, al fin, en definitiva- sigues siendo lo mismo que ayer dentro de los
límites de mi casa. Un convidado de celulosa que forma y formará parte de todas
las fiestas y, también, de todos los velatorios.
Creo no haber confundido todavía
nunca la ficción con la realidad, pero lo dudo ahora, mientras la creo –la
realidad-, y mientras la entrego –la ficción-, como dos caras del mismo pliego
de papel, uno manchado de tinta y el otro tan blanco como una posibilidad.
Porque más que tú, Javier, lo que se me muere es la posibilidad de ti, la
oportunidad de encontrarte de nuevo en otro escaparate y alegrarme, de hallar
otro escrito tuyo con el que vagar de nuevo por primera vez, de sorprenderme
con otro inicio que marque lo posterior. No es el final, te lo aseguro; lo tuyo
siempre fue soltar amarras, desencadenarte con la frase de comienzo hasta que
el párrafo interminable fuese ya la historia, y lo demás, lo que quedase, fuese
epílogo. Es de un nuevo comienzo de lo que me despido hoy, de una oración
subordinada al borde del delirio y compuesta de infinitas líneas entrecruzadas.
Como raíces, que desde el tallo hasta la cofia absorbe, tus líneas se nos han
quedado aquí, en la zona pilífera: absorbiendo aún mientras te vas, como un
proceso y no como un acto. Yéndote siempre pero sin irte, alejándose el que fue
y llegando el que está por venir. Un escritor muerto intercambiado por una
leyenda viva.
No he querido saber, pero he
sabido, que los setenta años es una edad pronta para desanidar o, al menos, así
se considera por otros que, como yo, esperaban seguir teniendo a alguien vivo,
que coletee todavía, entre los brazos, con la esperanza de que un día pudiese
su tinta impregnar la primera página de uno de sus libros para convertirlo en
único. No ha podido ser; mientras fue posible vamos dejándolo para otro
momento, para otro mañana, que por la simple sucesión de días parece ristra
inacabable hasta que, en un periódico, anuncian que ha sido esta, y no otra, la
hora que desatará párrafos y párrafos sobre ti y no los tuyos propios. Y nos
imaginamos, los vivos, qué pensaría el muerto de lo que dicen de uno y le
atribuimos raciocinio, quitándonoslo a nosotros sin remedio. Ojalá nos
acerquemos, Javier, los que te recordamos a lo que te gustaría leer sobre ti en
tus cavilaciones.
No sé si contaros mis sueños. Uno
guarda para sí las creaciones que su cerebro crea de forma inconsciente,
receloso de que, al revelarlas, puedan llegar a conocerlo de una forma más real
o más atinada y que ese hecho, por sí mismo, entrañara algún peligro. Pero yo
sueño con palabras que he leído y, al despertar, comienzo con ellas un escrito.
En este caso, no son mías y, por tanto, puedo contarlas y desplegar con ellas
otros sueños que sean dignos de ser escondidos. Y mientras espero paciente, como
uno de tus personajes, a saber si la historia es digna de ser contada, si tiene
algún hecho único que la desenlace, releo de nuevo tus libros y tus inicios,
tus tiralíneas magistralmente ejecutados. Adiós, Javier Marías. Adiós,
posibilidad. Y en esta despedida
unidireccional creo ver cómo te elevas, simulando ser un ave, hasta perderse tu
silueta en la nebulosa de lo imaginado. Desde abajo, te digo adiós, dichoso de
haber compartido tiempo con un maestro. Y ahondo en la sensación de orfandad
como el que sabe, o cree saber, la resolución de un misterio. Te digo adiós,
Javier, y también gracias, por todos y cada uno de los inicios que acabaste. Y
por los que, sin saberlo, has anudado antes de irte.
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