NO OLVIDARÉ TU NOMBRE
A primera hora, las puertas se abrían majestuosas al abrigo
del respirar entrecortado y jadeante de los relojes, reponiéndose segundo a
segundo del paso inexorable, del carcoma nauseabundo del inicio de la semana,
del odio profundo a levantarse antes que el sol y a portar en la espalda el
peso del saber futuro. Entrábamos a granel, a empujones, amontonados en los
bostezos que daban paso a las risas -qué poco duraba entonces el tedio-, y
acudíamos prestos hasta el pupitre que esperaba impasible nuestra desgana,
firmemente apoyado en el terrazo.
Los lunes, Don Ernesto entraba en el aula acogotado, como si
el descanso dominical le supusiera lastre en vez de aseo; asomaba su testa de
coronilla baldía para avisarnos de su presencia, que ya estaba allí y que nos
fuéramos apagando poco a poco, que guardáramos silencio y desahogáramos al fin
nuestras palabras explicativas de lo realizado en los dos últimos días.
Hacíamos caso al tuntún; quizás fuera lo pretendido, un leve aviso, una rutina,
un saludo, para después resbalar el maletín por su escritorio, frotándolo por
la superficie como un manto. Pero ese lunes Don Ernesto se mostraba
especialmente abatido, desfondado; pasó lista como siempre, leyendo los nombres
pueriles con tono de sorteo de lotería, y repitiendo un par de veces si no divisaba
correctamente al portador. Se saltó mi turno y tuve que levantar la mano para
ser oído: ‘No ha dicho el mío, Don Ernesto’, dije, a lo que el profesor
contestó con su evasiva favorita: ‘lo he hecho para saber si estabas atento’.
En la hora del recreo había combas y pelotas de fútbol, y
los maestros se reunían en corrillo, fumando o tomando café, virados a nosotros
a intervalos, a medias obligados y a medias devotos. Una de las veces que me tocaba
ser el que la quedaba –corría, corría sin descanso-, tuve que llegar junto al
tumulto que formaban los instructores, y Don Ernesto dejaba caer una frase
lastimosa: ‘primero lo de mi padre y ahora esto’, había expresado, con la
respuesta de rostros compungidos y leves toques en la mano del resto de sus
compañeros. Yo no sabía que era lo de su
padre, y tampoco tenía idea de lo que era esto, pero ya sabía distinguir cuando las voces se agravaban en los
susurros, y cuando las palabras no servían de consuelo. Lo había visto en mi
madre, cuando lloraba en la cocina, y lo había visto en mi padre, cuando se
enfadaba sin motivo y permanecía aislado durante horas.
Al volver, Don Ernesto mostró su cara amigable de después
del café, pero no se podía dudar que andaba descarriando aquel día, que fingía
que sabía lo expuesto y que nos trasladaba la lección invisible del que afronta
los golpes con gallardía. Quizás fuera por mi corta edad, o quizás porque su
bigote se exhibía ese lunes mal afeitado, me pareció ver una mueca en el labio,
por la parte derecha, como de tristeza, pero enseguida se le borró y siguió
escribiendo en la pizarra con la tiza –fácil de borrar como el recuerdo de lo que
se escribe-, y nosotros seguimos callados y atentos a su circunloquio.
A última hora, Don Ernesto se puso en pie delante de su mesa
y nos pidió escucha, ‘más de la normal’, nos dijo. Comentó que al siguiente día
vendría otro maestro, que él no vendría al colegio durante una temporada. Que
nos echaría mucho de menos y que esperaba volvernos a ver, aunque no era
seguro, que quizás tendría que ir a otro centro. Que se llevaba una parte de
nosotros dentro y que nunca nos olvidaría. Que lo habíamos ayudado mucho, que
nos habíamos portado muy bien, que éramos enormes. Que confiaba en nosotros y
que tenía claro que nos haríamos grandes personas. Que le daba mucha pena no
continuar pero que no tenía otra opción, que era inevitable. Y que odiaba las
despedidas, pero que si tenían que producirse, había que saludar con la mano
hasta que nos perdiéramos de vista.
Nunca supe por qué, pero ese día mi maestro desapareció de
mi vida para siempre. Don Ernesto se fue aquel lunes para no regresar. Con su
marcha, me enseñó el hueco que se oxida lentamente al llenarse de lo que vamos
perdiendo, despidiéndonos acompasados al movimiento de nuestra mano, agitando
los dedos en sutiles pulsaciones, alejándonos hasta el punto en que se marca el
final. Renglón a renglón, borrándose el anterior en cada línea que avanzo.
Desde entonces, Don Ernesto resuena en lo que dejo atrás, y lo saludo desde la
distancia, donde parece seguir pasando lista y olvidándose de nombrarme, por si
estoy atento.
Comentarios
Publicar un comentario